Ha acabado siendo mía casi sin proponérmelo pero con la
certeza de que si iba a ser no, debía de pasar cierto tiempo hasta que se
borrase de mi mente esta fijación que había dejado en mí desde que entré en
ella.
Rebosa
las vivencias que cualquiera podría expresar
cuando se muda y estrena vivienda, aquí he descubierto aspectos cotidianos en los que antes no me habría detenido. Hablo de una herencia en forma de plantas africanas que jamás
habría visto; del reflejo en forma de letra que hace el sol del Oeste en la
pared de mi habitación. Un bosque de tejados que se despliega en cualquier
dirección y que acaba en verdes y azules. Descubro la vida en las alturas de
mis vecinos: quién cena hoy en la terraza, quién está celebrando un cumpleaños
en familia, quién acaba de terminar la jornada en la playa. Puedo hacer un calendario
con futuras plantaciones y planificar actividades infantiles al aire libre o la
posibilidad de hacer fotos geométricas siguiendo la curva de la escalera de
caracol. Desde el sofá puedo seguir la línea silenciosa de los aviones –y
contarlos y volverlos a contar-y regar con manguera, a lo Carmen Maura en
“Mujeres al borde de un ataque de nervios”. Respirar y seguir el recorrido de
la luna. Lamentar la contaminación luminosa una y otra vez.
Qué bien se está
aquí…
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