Por mi cumpleaños me regalaron dos libros e, inconscientemente, me autoplanteé una carrera para ver cuál de ellos me atrapaba más y mejor. Una tontería por sí misma y también porque los escritos de Rosa Montero siempre han sido imbatibles. Bien, eso ha sido hasta ahora. Abrí a Elvira Lindo sin tener ni idea de lo que me iba a encontrar y me tropecé con una colección de los artículos que publica en El País en el espacio “Don de gentes”. La cosa prometía: Elvira siempre me ha caído bien –fresca, cercana, pizpireta-y me encantan este tipo de publicaciones: facilitan abrirlas “a lo Rayuela”; como te de la gana. Empiezas por la página 35, sigues por la 2 y continúas en línea recta del final hacia el principio y siempre está bien y siempre aciertas. Pero es que, esta vez, además, ¡me tropecé conmigo misma! Madre mía, qué burra soy, salvando una distancia como de Parla a Pekín pero es que había aspectos en los que sentía que al escribir lo hubiera hecho mirándome por la mirilla sin que yo me percatase y me sentí muy aliviada. Sobre todo en un artículo titulado: “Sola, cangué, descangayada”. Elvira se trasladó a Nueva York cuando a su marido, el también escritor Antonio Muñoz Molina, lo nombraron director del Instituto Cervantes. Muchos de sus artículos recogen aspectos culturales, descubrimientos, nuevas vivencias y visitas que venían dados ante un cambio de vida tan radical. Sin embargo, en este último y en muchos otros, recoge la soledad interna y externa que tuvo encarar como pudo. “Cuando uno está solo, te vuelves viejo, te vuelves niño y te vuelves loco. Las tres a la vez” –indica sabiamente- “Cuando uno está solo, navega mucho por Internet –y sobre todo por Facebook, añadiría yo- Y te vuelves tremendamente neurótico –en román paladino: loco, loquito de atar-.
Este tipo de neurosis, cuando veo ahora que ha sido compartida y vivida por Lindo me parece que cae dentro de la normalidad. Mi locura vital viene conmigo de serie, pero la extraordinaria que me cayó encima (dura y espesa) pesó y tardó en pasar. Tanto, que tardé un año más en quitarme al Delta de dentro. Tanta, que cuando menos sola me sentía era cuando llegaba a mi piso vacío. Uno de los comentarios más extraordinarios que escuché en aquel momento me hizo reflexionar y darme cuenta que el problema no estaba en mí –como había empezado a pensar-sino en un exterior mental de páramo y taiga (Ay, Elvira, ojalá hubiera tenido que enfrentarme a un Nueva York feroz). Hablando de una novela que tendría que trabajar durante el siguiente curso, una compañera me dijo: “Todos los escritores son unos desgraciados; porque si eres feliz, vives, y ya está”. Igual he elegido un mal ejemplo para atacar lo dicho porque, evidentemente, Elvira no estaba en su cúspide de felicidad cuando escribió “Sola, cangué…”, pero si la lumbreras estuviera en lo cierto deberíamos dar las gracias del mundo a los autores por ser capaces de trastocar la desgracia en belleza, en obras de arte.
Al escuchar el despropósito, literalmente casi me caigo de la silla del soponcio. Más cuando había salido de la boca de una profesora de castellano. ¿Qué habría comentado en este caso Elvira Lindo? :“Anna, empieza a escribir ahora mismo porque te encuentras en la disposición de ánimo perfecta”. Claro, que como yo no soy Elvira Lindo, pensé: “Inma, contente, no muerdas, ¡que calladita estás más guapa!”.